Fecha señalada

Entra al comedor descalza, medio desnuda, los ojos tan hinchados que apenas se adivinan dos rajitas de mirada perdida. Le parece que hay demasiada gente ahí. Le entran ganas de gritarles que se larguen, que todo le sobra hoy y que sus susurros la incomodan. Pero le faltan fuerzas. También para eso.

“Vamos, tienes que comer algo. Dentro de nada habrá que preparar las uvas”.  Eso sí la hace estallar, las malditas uvas. ¿Cómo puede? Solamente la mira, con un desprecio infinito que la amiga comprende. No es fácil tampoco para ellos: el consuelo no tiene palabras hoy, no tiene excusas. La calidez no puede hacer acto de presencia en esta atmósfera de catástrofe, y lo mejor sería dejarla vagabundear hasta que caiga exhausta, hasta que su dolor decida cómo actuar.

Hace unas horas nada era definitivo. Tumbada en la alfombra, había cogido una de las bolas transparentes y se había quedado ensimismada recordando los años de infancia de sus hijas, cuando una de ellas le había preguntado: “mamá, ¿por qué nuestras bolas no son de colores, como las del árbol de casa de Lidia?” Con su sonrisa aún joven le había respondido divertida, “cariño, nosotros somos especiales, no compramos bolas pintadas, les ponemos dentro vuestros dibujos para que todos los sueños que tenemos se hagan realidad”. A la niña le encantó esa respuesta y se puso a pintar con las acuarelas. Quedaban aún tres o cuatro de aquellas bolas con los dibujos imperfectos de sus manitas. Mirando ésa recordó uno de los pequeños diseños, un barco que, según la pequeña, les llevaría a recorrer el mundo. Y efectivamente, habían visitado medio planeta, habían cumplido sueños que otros ni se atreverían a tener, y sus hijas casi adultas empezaban a coquetear con el ansiado placer de la libertad.

Un par de días antes, había ido a comprar con la pequeña. Nochevieja a la vuelta de la esquina, y la esperanza aún flotaba en los ojos de ambas. Un poco de cada tienda gourmet: mucha, muchísima fruta exótica de colores vivos para que la mesa brillase. Sin mencionarlo, escogían todo lo que a ella le habría gustado comer. Tenía el paladar muy especial, poca carne y un montón de marisco, un sinfín de entrantes, el plato principal era lo de menos. Las dos tenían la secreta premonición de que aparecería. Desde que se fue era como un mantra repetido en silencio, una seguridad que se avivaba con cada fecha señalada. A veces, una de las dos lo llegaba a pronunciar, “¿Te imaginas que hoy…?”, después callaban, por pura superstición, por no dejar que el optimismo aniquilase las probabilidades.

Navidad siempre había sido especial. Aunque a veces la convivencia se resintiese, eran días de tregua, de risas provocadas, de tesón por hacer que volviese la camaradería inevitable entre aquellas tres mujeres, rebeldes, osadas, fraguadas entre la comodidad material y el deseo inminente de que el amor, que siempre titubeaba, les habitase de una vez por todas. Por eso en esas fechas todo el mundo era bienvenido, por eso cada año se dejaba caer algún que otro familiar lejano y ellas se dejaban las frases incisivas para otro momento. Jugaban a ser niñas, se atrincheraban en la casa y decoraban todas las habitaciones. Bailaban y cantaban; compraban mucho, porque hay ocasiones en que los caprichos dejan de serlo, se tornan sustitutos alegres de un montón de billetes: porque conjuran el mal rollo de un tiempo despreciado y porque, si están bien hechos, también los cachivaches son perfectos aliados de tres imaginaciones desbordadas, de tres corazones hambrientos.  Para ellas, para otros, no importaba el receptor. Era como volar, como las figuritas de origami que otros años repartieron cuando alguna de ellas volvió del colegio con una grulla deformada que encarnaba el valor de la paz.
Por eso ninguna de las dos quiso saber demasiado. No en esos días. El país de nuevo pendiente de ella, un indicio, las llamadas que se iban sucediendo otra vez. Era revivir aquellos días de incertidumbre, justo ahora que estaban tan seguras de que sonaría el timbre o el tono de villancico en el teléfono y ahí la tendrían, a ella o a su voz, medio abatida, tal vez arrepentida de haber hecho mutis por el foro, o simplemente con ganas de estrujarlas aunque también de volver a su destierro elegido. Era demasiado tentador pensar así…era dar a su querida hija y hermana el status eterno de personaje, con la libertad que le gustaba saborear, con el futuro incierto que llevaba con él todas las posibilidades.
Estaban cansadas del padre, de sus elucubraciones, de su realismo gris que sólo preveía lo peor. Optaron por no responderle, hacía demasiado daño su retrato de las cosas,  por otra parte igual de infundado que el exagerado optimismo de ellas.
Resistirse, batallar frente a todo pronóstico, visualizar y negar el lado más sombrío de la vida. Obstaculizar a base de voluntad cualquier atisbo de mal augurio.
Hasta que el silencio dejó de reinar. Como una multitud, los lamentos empezaron a llegar en  marabunta  y tuvieron que dejar entrar a la sucesión de frases que desde siempre resonaban mudas en sus hemisferios.  Como flechas incandescentes, aporreaban el entendimiento, mientras un millón de abrazos anónimos lloraban a su lado. “¡El muy desgraciado!”, “se ha desmontado”, “la mujer le desarmó la coartada”, “trató de violarla…de violarla… de violarla”, “la mató”, “la mató, no quiero imaginar lo que tuvo que pasar, pobrecita mía”, “hijo de puta”, “ahora pagará”, “ya no hará daño a nadie”, “violarla”, “mató”, “almacén”, “hija adolescente”, “la mató”, “la quiso violar, se resistió”. Agolpadas, las palabras perdían su sentido mientras las iban repitiendo, relamiéndose de tragedia, satisfechas de encontrar un culpable. Mientras tanto, la madre escucha el tintinear de esa niña de pelo largo cantando noche de paz, se le cierran los ojos  atiborrados de diazepames y se duerme agarrada al deseo que ella metió en una bola años atrás. El que ya no se cumplirá.


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