Un cierto duende

Lo hermoso del Valium es esa nada en la que te acuna, cuando se va fundiendo bajo la lengua y a su contacto con la saliva comienza a repararte, tras el interminable instante de angustia. Es casi magia cuando es esporádico, cuando se convierte en un antídoto temporal para sobrevivir a ciertos excesos. Como en estas condenadas fechas de luz y cromatismo y melodías cansinas, y, cómo no, demostraciones de amor a manos llenas. Cuando lo sea. Cuando se trate de amor, quiero decir.

Vuelve a casa exhausta, no del paseo, sino de tanto mirar. Hoy parecía que no hubiese humano miserable sobre la tierra. Todos en tropel, todos manifestando que justo en estos días la soledad se deja convencer por los apegos y se transforma en una nutrida piña de familias que se adoran. Se diría que la ciudad entera se ha puesto de acuerdo para rodar un anuncio masivo de turrones El Almendro. Todos, menos ella, claro. Al tiempo que piensa esto, sabe de lo exagerado de su autocompasión. Conoce casi el número exacto de siluetas que, agazapadas en sus hogares o en su falta de techo bajo el que habitar, se lamentan del mismo modo o han encontrado la forma de no sufrir por banalidades semejantes. Porque lo sabe, que sus carencias no deberían ser el ombligo de ningún mundo, ni siquiera del suyo.

Pero Amelia nació para la exageración. Como ella lo describe en su fragmentado modo de relatar los hechos, su problema es la muchedad. Y, sobre todo, no haberla soltado con los años, como suele pasar con los adultos y más aún con los ancianos, que viven para acatar fielmente su no existencia silenciada y rendida. Es esa muchedad de todo lo posible la que siempre le ha fastidiado día a día hasta llegar al decrépito ahora. La niña excesiva que podía soñarlo todo, cantarlo y contarlo, y más tarde la adulta que seguía creyendo que lo mejor la esperaba a la vuelta de la esquina,
Terapéuticamente hablando, se trata de un hipererotismo incurable, de un exceso de amor que le fueron prohibiendo repartir de esa manera ingente que le dictaba el cuerpo. Porque digan lo que digan, los hados o el destino sí que hacen de las suyas, y ya le puedes soltar patadas o ponerte brava, que no se van a mover ni un milímetro de sus rotundas posiciones. Comenzó la cosa con esos padres agrios y faltos de abrazos, de saltos, de caricias. Las amigas de la infancia, que poco a poco se fueron convirtiendo en mujeres sin remedio alguno, que con los años le fueron afeando los saltos y la profusión de abrazos y la forma de hablar con diminutivos, y que invariablemente iban cayendo en las garras de la formalidad, o de algún hombre más o menos decente, algunas en los brazos de mequetrefes fáciles de identificar pero difíciles de largarse por muchos lavados que les dieran. Otras cayeron totalmente prendadas de infames emociones, como el amor al dinero a espuertas que a veces no sabían siquiera trocar por algo de provecho. Las más idiotas se convirtieron en esclavas de puestos de trabajo estériles, contribuyendo al lucro de otros que a su vez nunca hubieran movido un dedo por sus almas.
Después llegaron los amantes. O lo que fueran. La palabra amante demasiado hermosa para calificarlos, y otras, como novio o pareja, demasiado comprometedoras para lo que en realidad fueron. Quizás la que mejor describió a muchos de ellos sería amados. Los amados, sí. Porque Amelia había nacido para eso, para amar sucesivamente a uno tras otro, a quienes se le cruzaran por esos callejones en los que siempre se atrevió a rondar para que la intensidad de la vida no se apagara por falta de ir tras ella. Los amó, siempre a todos como el primer día, entregándose excesivamente, profusos preparativos diarios para que el mundo fuese un banquete perpetuo de música celestial, de sensualidad, de parasiempres y de hazconmigoloquequieras, para eso estoy.
Un buen día, muchos años después, cuando sus ojos ya no ostentaban ningún brillo y la gravedad la había convertido en una miniatura de sí misma, cuando sus labios ajados no supieron ya de conexiones nerviosas de las que causan estragos con un beso más o menos devoto, se dio cuenta. Fue por casualidad, analizando un patrón. El resto del mundo, las personas queridas, las amadas, vivían por un motivo: escribían o pintaban, o querían una casa, o un hijo, un coche, una nave espacial, querían bailar, querían ser vistas, querían un marido con el que pelear, un novio al que insultar, una madre a la que echar la culpa de  sus errores. Pero ella solamente había ambicionado vivir: contemplar un pedazo de cielo en la noche, con su luna cambiante, peinar los cabellos de su mejor amiga después de lavarlos con manzanilla, susurrarle lindezas al hombre que acababa de entregarle su cuerpo. Por lo visto, ese sueño no estaba contemplado en el decálogo humano de seres dignos de ser tenidos en cuenta.

Así que de vez en cuando, sobre todo en las épocas más críticas, cuando las celebraciones estaban en todo su apogeo, se le agolpaban en la mente los recuerdos, los más monstruosos, con imágenes corridas de los inolvidablemente  encantadores, sin orden cronológico, sin previo aviso, como un infierno desbordado recorriendo la columna vertebral. Y no había otro remedio que una dosis de polvos de la nada para sobrevivir.

Ese era el motivo absurdo de que no le gustase la navidad. No era el Mesías, que al fin y al cabo había nacido con la mejor de las intenciones, no eran las uvas con sus molestas pepitas en el centro, no era ni siquiera la cabalgata de Reyes, que seguía viendo pasar con cierto aire inocente y una inusitada esperanza. Era todo culpa de su muchedad y, probablemente, también de su maldito duende.








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