Patitas
Hay un hueco en el colchón con la silueta de su cuerpo.
Todavía no sé colocar las piernas juntas, porque espero el momento en que
nuestros dos esqueletos se vayan ajustando a dibujar la unidad que solemos ser
cuando le da por acostarse a mi lado en las madrugadas, o a veces ya tras el
amanecer. Las noches sin su silencio se me vuelven insoportables, a mí, que
sólo sabía vivir cuando estar a solas nos parecía el secreto de la felicidad.
Tecleando ahora, si no miro hacia el otro lado del sofá, aún percibo el aliento
de su sueño ligero, el rumor y los gemidos a veces desolados de su vida
inconsciente.
Me encanta el chocolate negro con almendras. A ella le
vuelve loca cualquiera. Con ese oído infalible: el desgarrar doble del papel
puede despertarla, es capaz de traerla en dos segundos desde el otro lado del
apartamento. Sólo cuando es papel que
envasa chocolate. No me preguntes cómo, son esos misterios de la intuición que
escapan a cualquier área de la lógica humana.
Hacía un par de noches que no reaccionaba cuando desenvolvía
la tableta, ni siquiera cuando partía las gruesas onzas, el último gesto
irresistible que acababa siempre por
espabilarla y hacerle venir a pedirme el
dulce con esos ojos dramáticos, la cabeza ligeramente doblada hacia un lado, la
insistencia infantil a la que resulta imposible negarse. Un poco me aliviaba no
tener que volver a decirle que no: otro poco me sentía sola en ese momento tan
nuestro. Tampoco me hizo caso cuando la
llamé mientras yacía acurrucada, si
acaso un giro de cabeza y una mirada indiferente, casi de desprecio. Tumbada en
su cama, con los ojos perdidos, le acaricié despacio e imaginé
descabelladamente su cuerpo sin vida.
Al día siguiente se la llevaron antes de que yo despertara.
La llamada vespertina y de ahí, como un vendaval, al domingo y la última transfusión
que no cambió la sinrazón en que se le había convertido el sistema inmunitario.
No volví a verla. La princesa dorada se nos fue sola, tras dedicarnos un
fatigado movimiento de rabo cuando reconoció a duras penas nuestro olor en las
caricias que le dimos durante la visita breve de aquel viernes.
Volver a casa y escuchar sus pezuñas rozando el suelo
paralelo al que pisas, como si te siguiera nuevamente para llenarte las
pantorrillas de lametones, echarla de menos mientras te vistes en el cuarto,
cuando se acomodaba para admirarte largamente, escarbando en el edredón,
jugando a que era tierra en la que hacerse su refugio. Ir hacia la cocina y
rasgar el papel del chocolate, esperando que reaparezca con el entusiasmo
intacto, narrándote con rostro inocente que todo era una broma.
Dolerte, dolerte mucho y tener que callar, porque te dicen
que sólo era un perrito. Dolerte cuando el vecino te pregunta en tono de mofa si
tiene que darte el pésame y tú te preguntas cuál es la diferencia. Oír repetidamente
que dos semanas son demasiado y que ya es hora de irlo superando. Y entonces
preguntarse qué es la superación. ¿Será olvidar lo más pronto posible? ¿Será
tomarle el pulso al ritmo de los tiempos y dejar que el sentir se transforme en
otro maldito producto de consumo rápido, en un inmundo y constante “takeaway”?
Podría ser así. No está en mis manos juzgar el significado de las palabras, ir
contra el viento en lo que otros convinieron en llamar triunfos. De cualquier modo, me adhiero a mi
dolor, me aferro a este amor callado que nos hemos profesado, y no voy a luchar
para que pase tan pronto como pueda. Dejo a mi cuerpo y a sus mecanismos libres
de adolecerse todo el tiempo que ansíen. Seguramente dirán de ella que no fue
una luchadora. Seguramente digan de mí que soy frágil y rara. Mientras, a fuego
lento le guardaré el amor día tras día. Lo recalentaré si se le pone frío. Y
sabré que mi victoria esta vez consiste en recordarla, en buscar una sonrisa de
gratitud las miles de veces que su sombra decida pasearse por mi memoria.
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