Puntos de vista

Aquella tarde el viento casi perenne de la isla había decidido tomarse un breve descanso. Ardía el aire y Daniel no tenía muchas ganas de moverse.
Pero llegó Eva, y, como de costumbre, su presencia lo cambiaba todo. Era un vendaval de esos que te convencen, y en menos de quince minutos estaban los dos en la pequeña cala, con el vino envuelto en aquel papel marrón arrugado que usaban y reusaban en ocasiones especiales.
Eva reía con unos y con otros. Daniel atisbaba el horizonte esperando el momento en que el sol volviese a obrar la magia al despedirse , mientras Mar pedía silencio y daba la palabra.
La primera solía ser Eva. Si la dejaban para más tarde habría absorbido el resto de historias y se vería sobrepasada por la emoción. Así, hablando antes, era capaz de contarlo todo riendo, sin tragedias, atropelladamente, una persona distinta a la que fue. Si la dejaban, daba interminables detalles de todas las personas con las que se había cruzado en el último par de días: narraba las cosas como una chiquilla inocente que cree que en el mundo todos somos amigos. Le costaba dejar que los otros interviniesen: le costaba recordar a los otros. Y sin embargo, esa ternura involuntaria le regalaba un encanto que seducía incluso a los que odiaban su discurso irrefrenable. Les contó de sus esfuerzos de la semana por mostrar su fragilidad, del miedo recurrente a que la parte izquierda del cuerpo comenzase de nuevo a actuar por su cuenta, como aquella vez que metió el dedo en el grifo y tras unos minutos lo sacó empapado en sangre, sin que ninguna señal hubiese advertido a su cerebro, tan embelesado como estaba por contentar al maldito huésped. Le salieron unas cuantas lágrimas. Esas condenadas también parecían involuntarias; estaba convencida de que el tumor había generado en ella una capacidad inusitada para llorar a todas horas. Y cuando pensaba en ello, emergía invariablemente un tremendo terror a lo que no sabía, y no podía evitar caer en la autocompasión, aunque sólo fuese unos minutos, después retomaría la compostura y los años demostrarían al mundo que nada es lo que parece.

A su lado, María le arrebató la última frase. Los enfermos “terminales” no tenían derecho a semejante trato de favor. Siempre en boca de todos su valentía, la tortura de los tratamientos, los pañuelitos rosas o la conmiseración y el apoyo constantes. El cáncer y su publicidad. La enfermedad que te convierte en héroe.  En parte inconsciente del revuelo y del dolor que afloraba en ciertas miradas, en parte orgullosa de meter el dedo en la llaga, María subía el tono. “¿Cuántas veces han puesto la mano en el fuego por nosotros? ¿Cuántas plataformas nos convierten en los grandes luchadores? ¿Cuántos anuncios de compresas habéis visto que recojan fondos para los esquizofrénicos, para los bipolares, para los locos? ¿Cuántos nos vienen a ver para cuidarnos en medio de una crisis? Nadie. Los perturbados somos los grandes negados, deberíamos ser invisibles, somos la peste con la que nadie quiere identificarse. Menos lobos, caperucitas. Nosotros nos vemos obligados a escondernos, a ocultar nuestras enfermedades, porque si se lo dices a alguien vas a ver el miedo reflejado en sus cabellos erizados, les recorre hasta los pies, que huyen a máxima velocidad, temiendo que el contagio sea inminente. ¿Llegará- me pregunto- el momento en que acogernos se ponga también de moda? ¿Llegará alguna vez el momento en que me pueda sentir orgullosa de sobrevivir un día más a los dictados descabellados que mi cerebro impone cuando menos lo espero?”
Daniel mira la botella de vino, aún guardada en su envoltorio marrón, y piensa que tal vez hoy no sea día para celebraciones.
Joaquín, indignado, alza su grave tono. “Me pregunto dónde está vuestra empatía. Si la enfermedad a veces conlleva cierta ceguera implícita que os convierte en ombligos absolutos. Mientras vosotras, con vuestra enfermedad crónica, tenéis la suerte de contar lo que sentís ante la posibilidad de un final, jamás os parasteis a pensar en el don que se os ha dado. Casi podéis planificar vuestra ausencia. Sí, no me miréis con esos ojos tan redondos. Hasta a ti, Xiang Mai, se te han occidentalizado. Sois privilegiados: por poder vivir para contarlo. Podéis confesar que os estáis muriendo, como todos, porque la vida no es más que eso; podéis congregar al mundo alrededor sabiendo que vendrán, porque tienen miedo a perderos. Podéis disfrutar del amor, celebrar que estáis vivos, llorarlo y gritarlo. Podéis dejar dicho todo lo que tenéis que decir, escribirlo, emborracharos, hacer el amor por última vez. Y eso con el azar añadido de que puede que no sea la última. Pero yo me pregunto, con todo este tiempo para planificar, para economizar, para la plenitud del día a día, ¿alguna vez os dio por pensar en quienes no lo tienen? Alguna vez, en estos encuentros tan llenos de palabras y de elucubraciones, os ha venido a la mente el final de Alejandra, aquella mañana de todo por hacer, de último verano de adolescencia, y su encuentro con la parca sin siquiera un minuto para pensárselo? ¿Se os ha ocurrido cómo habrá sido ese final para esta madre y este padre que os escuchan cada domingo, mientras negociáis vuestras probabilidades de tener o no tener una existencia más larga, o, en el caso de quienes decís que habéis vuelto a nacer, de tener más de una vida bajo la manga?”
Los rumores de hace unos minutos han parado. El viejo marinero es de pocas palabras, pero cuando decide hablar, siempre tiene algo que decir.
En silencio todos miran ese cielo que en nada despedirá, anaranjado, un día más al sol.

Daniel cambia de opinión: es hora de compartir el Ribera. Hace un gesto para que alguien le ayude. Desde que perdió el brazo derecho le cuesta más hacer las cosas. Eva le sonríe y se acaricia la tripa, que crece ajena a sus ínfimos problemillas cotidianos.

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