Dioses ciegos



El miedo en la panza me augura nadas
que de lejos se anunciaron,
pero me gusta ensayar, y errar,
en esta falta de libertad química
en la que flotamos, también a ciegas.
Soy una pequeña entrometida,
devorando trozos de existencia
con su dulce regusto a sangre fría,
con un avinagrado aroma de tristeza.
A veces soy un antídoto
un minúsculo adorno prescindible,
una obrera de las caricias de saldo.
Es culpa de mi sonrisa, esa rufiana,
apañándoselas para invadirme
en épocas de hambruna.
Entusiasmo, por qué vena recorres ahora
este azaroso mapa que te oculta?
Hay palabras que echan todo a perder,
con toda su inocencia,
con esa brevedad,
con el olvido de lo que fueron, 
con las mejores intenciones tal vez.
Es lo que tienen los rencores:
se alimentan de sueños,
de gestas que jamás se pronunciaron,
y luego echan la culpa al primero que llega.
Así es, mujer,
anciana, remolino de inquietos esperpentos
anidados en el enredo de tus crines,
abraza un poso humilde en un rincón:
no hace falta fecundar realidades de humo
ni dibujar dioses con sombras chinas,
sólo dar vueltas y más vueltas por el mundo,
sólo respirar hasta el fondo, 
el vientre hinchado,
rebosante de fragancias irrepetibles.
Me ahogo en tu fulgor,
maldita la niña que irredenta te habita
empeñada en meterse en el puño
un pedazo pegajoso de arrebato
sin que se le derrita entre los dedos

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