Testamento
Para mi gran amor,
para Zoí, mi hija (mi estrella)
Quisiera morir en una isla
A ser posible en Chipre,
para sentir el eco de Afrodita.
O, en su defecto, cualquiera del
Egeo,
por si me quedan oídos para
escuchar
un último “sagapo” susurrado al
aire.
Quiero morir sin aspavientos,
Sin grandes conmociones,
Sin ninguna tragedia,
Con la sonrisa nostálgica
De una alegre despedida.
Quiero morir con una sola propiedad
que vuele:
Lo único que tengo en lo que creo,
esta alma que me ha costado tanto
enderezar
Y que se tuerce siempre,
eternamente,
Como lo hará el olivo
Bajo el que yo descanse.
Sería hermoso que fuera una fiesta
De esas que congregan a los que
quieres más,
De las que te hacen sentir
protagonista.
Si pudiera elegir, daría una
canción a cada uno
A su lado sin voz las gritaría
todas,
Para que mi ronquera no estropee el
momento.
Me gustaría en ese instante
Ser invisible pero estar presente,
Ver retazos de mí
A través de todos los ojos que amé
Y asegurarme
de que lo pasan pipa.
Cuando me vaya
Me gustará que el viento sople
Y juegue con la tierra que me
arrulle,
que el final de la vida sea un
guiño
y que mi Vida, fulgor de amor hecho mujer,
sepa vivir sin mí y no extrañarme,
y dejarse enredar por los extraños
que la buscan para dejar de serlo,
y explorar sin mi presencia sin mi
sombra
sin mi ruido sin mi mirada sin mi
juicio
y sepa caminar en el aire
y encadenar volteretas
y triples saltos mortales
y romper las cadenas que sin querer
le enrollé
y al mismo tiempo amar lo que
fuimos,
mi gran amor adolescente mi hermosa
sirenita
de enormes piernas como columnas
corintias.
Eres siempre un milagro y un regalo
Y viento fresco y risa
y sorprendente.
Y en mis desposesiones frente a
todo
tu compañía mi nostalgia eterna.
Pero sin demasiadas tristezas,
Ya sabes que bailar es terapéutico
Y que el viento del este te traerá
Un trocito del polvo de mi polvo
Que microscópico se aferrará a tu
piel,
Y será Vida contigo, mi queridísima
Zoí.[1]
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